Cuando el reloj digital del teléfono alcanza la una del mediodía, de las ventanas de mi barrio empiezan a brotar ráfagas de ajo frito y olorosos efluvios de pimiento verde.
Se nota, se huele, que hay multitud de ploploplós a punto de retirarse del fuego.
Un alumno de la autoescuela dice “hambre” y en la acera de en frente la señora de la tienda de enmarcaciones pronuncia “comida”. No llego a escuchar el resto de sus frases porque no me permito aminorar mi velocidad: yo también pienso en zampar y camino hacia el supermercado con zancadas largas y desordenadas, como si alguien fuera a quitarme el último paquetito de roscas de naranja de la estantería.
La memoria olfativa tiene un efecto expansivo y demoledor. Es una bomba evocativa y a estas alturas de siglo XXI es lo más parecido que encontraremos a viajar en la Tardis del Doctor Who.

Joe Strummer echándose un café en 1975. / Fotografía de Julian Yewdall.
El Clearasil, flirteo adolescente en una academia de inglés.
Agua de Rochas, mamá.
Jabón de canela, Vanesa.
Ensaladilla rusa, domingo.
Así hasta el infinito y más allá, deteniéndonos siempre en el comino, ese vehículo veloz, mucho más veloz que cualquier línea interurbana. Mezclado con un chorro de aceite de oliva y derramado sobre una ensalada, me teletransporta a una Málaga que no conozco pero de la que me habló una antigua compañera de piso que siempre usaba esa especia moruna para alegrar los bocatas vegetales que llevábamos a la playa.
El frío también huele. Sabe a fuente de piedra, a capó de coche, a cardo con almendras y a gabardina usada.
El frío también huele. Sabe a fuente de piedra, a capó de coche, a cardo con almendras y a gabardina usada. La sangre sabe a metal, así que sabe a frío y me acojona. Tiene sentido.