Primero fue Bolonia, luego Sevilla y este verano tocó la solemne (y recia) Valladolid, la Astorga de mitra y mantecada, la olla de Ponferrada, Las Médulas y una sorpresa llamada León. Queremos aprovechar todas las conexiones que oferta Ryanair desde Lanzarote y queremos contarlas. El resultado son estos cuadernos de viaje, que ni son más completos ni menos bonitos que otros. Son, simplemente, nuestros. Quizás por eso estén llenos de bares, paredes, monumentos y, sobre todo, de buenos ratos de extravío. Porque Google Maps es imprescindible, pero también conviene perderse con moderación, al ritmo de Pink Martiny o de un trombón.
Valladolid
Son las 20.15 horas de un sábado y el transporte público en el aeropuerto de Villanubla (autobuses Linecar) ha terminado hace una hora. El único remedio es compartir coche o pagar 24 euros (tarifa fija) a un taxista. La noche vallisoletana nos lleva a El Campero (Claudio Moyano, 16) una taberna de repostaje clásico donde tiran las cañas con alegría y sirven montaditos en pequeños bollos de chapata. Tenemos querencia por las escaleras que bajan, y este sitio es de esos. Tres escalones de entrada. Como sufrimos el síndrome de la Denominación de Origen, probamos el de chorizo leonés, y repetimos. Y repetimos. Y repetimos.
Tenemos la suerte de coincidir con la séptima edición de IlustraTour, un festival internacional de ilustración que organizó charlas, talleres y workshops con autores como Max, Vitali Konstantinov, Pablo Amargo, Ricardo Cavolo, Susanne Berner o Katsumi Komagata. La pena es que las inscripciones están cerradas desde hace semanas. Y sólo podemos disfrutar de la tienda y de unos muros. La ilustración vive momentos dulces. Rotuladores, tintas, acuarelas, curvas. Además, todo se desarrolla en e l Laboratorio de las Artes Visuales de Valladolid (LAVA), un espacio dedicado “a la producción cultural e investigación artística” que antes fue el antiguo matadero municipal.
Esta ciudad tiene pavos reales elegantes y domesticados, y una arquitectura que grita todo el rato. Grita: “¡Yo fui capital de España en 1601!”. Y lo grita muy alto. El museo Patio Herreriano es una visita imprescindible. Sobre todo, si llueve. Está en uno de los claustros del Monasterio de San Benito y es un edificio renacentista restaurado. Fue intervenido para ser funcional y contemporáneo, sin dejar de ser honesto con su pasado. En su interior, obras de Cristina Lucas, Ángel Ferrant, Manuel Millares, Aurelio Suárez, Joan Ponç, José Caballero, Angel Planells, Alicia Martín y un largo etcétera de gritos artísticos posteriores a 1918. En la tienda, hay varios muebles fabricados con cartón reutilizado.
Los ríos dividen las ciudades en dos riberas, cada una de ellas con atmósferas bastante diferentes. El Pisuerga también lo hace y es recomendable recorrer ambas orillas. Las calles del centro histórico dan ganas de coleccionar fachadas: imperiales, otras veces modernistas, decimonónicas, robustas, coquetas, casi siempre acrisoladas. Cada esquina es una sorpresa vertical.
Es difícil comer mal en Valladolid. La lluvia nos conduce hasta una taberna taurina de nombre inequívoco: Sabor Taurino (Macías Picavea, 2) que sirve croquetas de lechazo muy mimosas, costillas de cordero y sardinas a la brasa. Para terminar: la colección de arte japonés de un señor llamado Pietro Gobbi, que nos dejó boqueando como truchas fuera del agua (geishas, vendedores ambulantes y rituales de samurai grabados, xilografiados con una modernidad que hace ‘viejunos’ a los rompedores del siglo XXI).