Salimos del puerto de Arrecife persiguiendo una nube, con ganas de que su panza se convierta en lluvia. La pillamos en Masdache y se deshace en una mollizna breve como un haiku.
Las gotas aliñan los olores del campo y se nos cuelan por los poros de la piel, jareada ya de tantos lavados hidroalcohólicos. Así llegamos a los morros del Cascajo. Ahí está la Casa Mayor Guerra, levantada en 1765 por orden de Francisco Tomás Guerra, gobernador de armas y jefe de las milicias en Lanzarote.
Es fácil imaginarlo apoyando las manos en su balcón, bajo un arco de cantería, dominando con la vista el Puerto de Arrecife y discretamente parapetado por una celosía de madera que ya no existe.
La chimenea del edificio tiene algo hipnótico. Fue durante años, como otras tantas y como decía Manrique “conducto de las humaredas del epicentro de las cocinas del diablo”.
Esta casona señorial tiene acogidas para captar el agua del cielo, almacenarla en los aljibes y regar el huerto. El señorío se nota en sus 400 m2, en la galería cubierta por pilares de madera de su patio y en un montón de elementos que ya no podemos ver: un dormitorio principal que comunicaba con las caballerizas mediante una trampilla (por si el mayor tuviera que salir al galope), un despacho, una cocina con campana y chimenea de piedra, un comedor, un retrete de madera y un salón con secreter de caoba y muebles de cedro.
Lo que sí podemos contemplar es el blasón de mármol blanco que anuncia a cualquiera que pase por la puerta principal (fabricada en madera de tea y decorada con cuarterones) que estos fueron los dominios de una Perdomo, en concreto de María Andrea, la mujer que se casó con el mayor. Más que la genealogía de los señores, me intriga la vida ordinaria en el Lanzarote de mediados del siglo XVIII.
En 1765, Lanzarote está gobernada por el marqués de Velamazán. De las rentas de su señorío también participan un vicario general, el duque de Medinacelli y dos conventos de Madrid. Mucha élite para tanta miseria.
Viajemos a 1765. El mismo año que se construye la Casa Mayor Guerra, el químico británico Henry Cavendish descubre el hidrógeno, Carlos III reina en España y los 9.500 habitantes de Lanzarote son gobernados por el marqués de Velamazán. De las rentas de su señorío también participa un vicario general, el duque de Medinacelli y dos conventos de Madrid. Mucha élite para tanta miseria.
Apenas han pasado treinta años de la erupción de Timanfaya que ha cubierto de ceniza pueblos como Masintafe, Tomaren o Maso y las mejores tierras de labranza y. Ahora sabemos que la lava fluyó lenta y pacíficamente, pero entonces sólo se percibían temblores, humos y un considerable terror a una muerte inminente. Muchos malvendieron lo poco que tenían para emigrar al norte de Fuerteventura y a otras islas. Más tarde se decretaría el reparto de tierras útiles para labrar y llegaría el cultivo de frutales en los campos de lava. No es la miseria de la gente lo que moviliza a las autoridades sino la necesidad geoestratégica de mantener la isla habitada.
Los jornaleros y los campesinos son la base de la pirámide social: trabajadores esenciales que cultivan la tierra, cuidan del ganado y sudan la vida en las caleras. Son los que producen el trigo y la cebada, los que crían las cabras y los camellos, los que extraen la piedra de cal que exporta Lanzarote al resto del archipiélago. Gran parte del beneficio económico que genera su labor se queda en manos de hacendados lanzaroteños que viven en Tenerife y del señor feudal asentado en la Península.
En la entrada de la Casa Mayor Guerra existió un espulgadero para que los visitantes más pobres se quitasen piojos y roñas, y traspasasen el umbral limpitos y sin peligro de infestar la noble casa.
A estas alturas del relato aprieta en San Bartolomé un sol que me regresa al año 2020 de un soplamocos ultravioleta y que me hace pensar en las 2.600 personas que murieron en las sequías consecutivas que ocurrieron entre 1768 y 1771. Joder.
La Casa Mayor Guerra, Bien de Interés Cultural, se inauguró como museo de historia local en 1999. Luego cerró y volvió a abrirse al público hace unos años como lugar de celebración de eventos.